Siete días en el Tíbet

Un sitio donde colgar poesía, relatos, ensayos, opúsculos, tesis doctorales... lo que sea, mientras sea de creación propia.
Avatar de Usuario
DrSagan
Participante veterano
Mensajes: 1910
Registrado: Lun Ene 12, 2009 10:44 am
Ubicación: Europa,P3 del Sistema Solar,Via Láctea, Grupo Local,Supercúmulo de Virgo
Contactar:

Siete días en el Tíbet

Mensaje sin leer por DrSagan »

Estoy harto de rodar de acá para allá. La vida del aventurero no es como la de Indiana Jones, creedme. No te comes un rosco, y la lista de gente que quiere matarme es más gorda que la guía telefónica de New York. Así que hablé con mi amigo alemán Günther Österreich (es un seudónimo, se había puesto este nombre debido a que temía ser perseguido por los nazis, a pesar de que en ese entonces Hitler declamaba sus discursos en 7º de EGB ante una audiencia compuesta por una niña sordomuda y dos gallinas), y éste me recomendó un lugar fabuloso para descansar: el Tíbet. No les gustaban mucho los extranjeros (de hecho los odiaban), pero al parecer si te afeitabas la cabeza, te ponías una túnica y salmodiabas no sé qué cosa todo el día, llegabas al Nirvana, que es algo asín como estar en el Paraíso, pero vivo. No me pareció tan mal, así que metí en mi saco de viaje mi cepillo de dientes (ignoraba que en Lhassa no hay dentífrico), un manual de Karlos Maurer "El tibetano en mil palabras", y una biografía de Buda. No contaré el viaje, y naturalmente no mencionaré para nada el hecho de que vomité en el barco. Desde Goa, en la india, cogí un tren rumbo al Norte. Me sentía como un personaje de Kipling, en ese trenecillo a vapor que surcaba perezoso el inmenso país. Realmente, estaba como un indio más, concretamente como uno de la casta de los parias, apretujado entre un santón de luengas barbas que al parecer había hecho voto de no bañarse en su vida, y una simpática campesina y su cabra. Tras un tiempo indeterminado (allí tuve mi primer contacto con la peculiar espiritualidad india: empecé a sentir la noción de "eternidad") paramos a los pies de los Himalayas, de infausto recuerdo para mí. Pero esta vez todo fué bien: un simpático guía que pasaba contrabando al Tíbet se ofreció a llevarme a Lhassa, por una suma exorbitante. Exorbitante en moneda india, pero al cambio era ridículo. Dijo que la única forma de entrar era disfrazado de tibetano. Me puso botas, pantalón, chaquetón y gorro de piel de yak. Aún estoy tratando de elucidar si me disfrazó de tibetano o de yak. El viaje fué duro, porque este hombre me inició en uno de los secretos de la bebida tibetana por excelencia: té negro, con sal y mantequilla. No, no se rían, es verdad. Y también es cierto que la primera vez que lo tomé me dieron unas arcadas que casi provoco un alud. Pero soy un hombre recio y aguerrido, y puse al mal tiempo buena cara. Al llegar a Lhassa, entre mi disfraz y el hecho de que la cara no se me distinguía bien bajo la capa de mugre, los guardias me dejaron pasar. En un chiringuito de recuerdos para turistas que algún tibetano previsor había abierto adelantándose a la oleada que recibiría en los años ’80 gracias a Richard Gere me compré un hábito de monje, una especie de rosario y un cuenco. Estaba feliz, mi viaje a la Iluminación había comenzado. Me presenté en el monasterio de Tashilumpo, donde me recibió un lama llamado Thubten. Irradiaba serenidad y un olor a mantequilla rancia que tumbaba (por suerte ya me había acostumbrado gracias a mi té tibetano). Mi libro de “tibetano fácil” no me fué de gran ayuda (creo que lo primero que le dije fué “tadhyate gaté, bodhi svaha”. Mirando con mas atención me percaté que eso quería decir “por favor, dónde está el aeropuerto??”). Thubten rompió a reír, y me dió una formidable colleja, lo que interpreté como un saludo tibetano de bienvenida. Afortunadamente, este hombre era un erudito, y hablaba algo de inglés. Con dificultad le conté que yo era un tibetano que debido a un error en la reencarnación había nacido en Argentina. Quedó muy intrigado, y prometió llevarme ante el Dalai Lama para elucidar el misterio, y obtener autorización para iniciar mis estudios monásticos. Yo alucinaba. ¡Acababa de pisar Lhassa, la Ciudad prohibida, y me iban a presentar al mismísimo Dalai!. Esa noche dormí como un tronco, tras haber dado buena cuenta de mis últimas reservas de ginebra. Estaba roncando a pierna suelta, cuando descubrí algo inquietante. Los monjes se levantan a las tres de la madrugada. Sí, eso dije, a las TRES de la madrugada. Un menudo monjecillo se paró en la puerta de mi celda y vociferó algo incomprensible, al tiempo que agitaba una campana con fuerza tal que hubiera podido despertar a la peña hasta en Delhi. Atontado por el sueño (y la ginebra), no sabía muy bien si era la hora del rezo, del desayuno, o una evacuación por incendio. Me acomodé más o menos la ropa y seguí a la silenciosa corriente de los monjes hasta un gran salón multicolor presidido por una enorme estatua de Buda de oro. Me desperté de golpe, pensando en cuánto me daría William Petersen, el coleccionista, por esa pieza y casi me da un soponcio. Nos sentamos en posición del Loto (bueno, más exacto sería decir “se sentaron”, ya que soy tan capaz de cruzar así las piernas como de traducir un texto en japonés medieval) y comenzó el recitado de una larguísima oración. Naturalmente, yo no tenía ni pajonera idea de qué iba la cosa, así que movía la boca, recitando en voz baja “La Internacional”, que era lo único que se me venía a la cabeza. Al terminar la ceremonia, fuimos a desayunar. Lectores sagaces como sois, habréis ya adivinado: té negro con mantequilla de yak y sal. Y una especie de galletas, estupendas para defenderse del acoso de una brigada de caballería, ya que como proyectiles hubieran resultado mortales. Estaba tratando de no dejar mis muelas en el intento de roer una, cuando Thubten se me acercó sonriente, me dió una colleja (me empezaban a fastidiar las costumbres locales) y me dijo que seis días después podría ver al Dalai Lama, la Reencarnación de Avaloikiteshvara. Mientras tanto, se me había otorgado el inmenso privilegio de residir en el monasterio, donde tendría la importante misión de mantener limpias las letrinas. No cabía en mí de gozo. Limpiar mierda no era nada... ¡iba a conocer un Buda viviente!. No relataré el tiempo de espera, fué más de lo mismo, sólo que amenizado por la limpieza de las letrinas, que olían peor que un depósito de cadáveres que vi una vez en Calcuta. Al fin llegó el gran día. Fuí acicalado, y acompañado por una numerosa comitiva, encabezada por Thubten, me llevaron al Potala. me quedé sin aliento, en parte por lo grandioso de la construcción ,en parte por las interminables escaleras. Finalmente, ante mí... Su Santidad, el Océano de Sabiduría, la Compasión Inmarcesible. Era un niño. Un jodido crío. Engalanado como un dios, jugueteaba con un rosario como el mío. Thubten soltó un interminable discurso, trufado de reverencias, y de cuando en cuando miraba hacia mí, dándome amables collejas. El Dalai lama me miró intrigado, y preguntó algo en tibetano. Todo el mundo me miraba. Sudaba a chorros, y me traicionaron los nervios (hubiera matado por una botella de vodka). Me habían dicho que este niño era la reencarnación de Avaloikiteshvara o Chenrezig. ¿Cómo diablos iba a saber yo que ese era un Buda? Creí que sería su abuelo, o algo así, así que le pregunté por la familia, y qué tal en abuelo Chenrezig en el Nirvana. Me fulminó con la mirada y musitó: “dang oi”, o algo así. Durante un glorioso segundo reí que era una bienvenida, pero al sentir el furibundo codazo de Thubten en mis costillas, supuse sagazmente que no era precisamente eso. Dos guardias enormes me cogieron, me sacaron de allí a rastras, me sacaron el hábito, me metieron de nuevo la piel de yak, y me llevaron a patadas hasta el establo donde estaba mi mulo. No dejaron de seguirme hasta que estuve lejos de Lhassa. La verdad, mejor que no me hayan aceptado. Si me hubiera quedado, hubiera muerto allí como un monje más, y me hubiera perdido infinidad de aventuras como las que viví en Córcega con Aleister Crowley. Pero esa es otra historia.
Imagen"The surface of the Earth is the shore of the cosmic ocean...and the ocean beckons us.There is a part of us knowing that we come from there.We want to return"
Carl Edward Sagan

Lautaro888
Nuevo participante
Mensajes: 17
Registrado: Jue Ago 28, 2014 8:32 pm

Re: Siete días en el Tíbet

Mensaje sin leer por Lautaro888 »

Hola DrSagan, he venido hasta aquí! a leer tu enorme parrafote!!!, tal travesía ya me a parecido como un viaje hasta el Tibet. Es invención tuya o de verdad fuiste hasta ese lugar? He leído otras intervenciones tuyas, aquí, en el puro fondo del apartado de creación literaria!!!!!, tus escritos me parecen raros y muy confusos, o es que no me da a mi el seso para apreciarlos como se debe???? De cualquier manera quisiera saber algo más.........

Responder