Diderot o la antirreligiosidad ilustrada

Denis Diderot (1713-1784) es uno de los paradigmas del pensamiento ilustrado. No tan emblemático como Kant, ni tan canónico para la historiografía filosófica habitual como Rousseau, fue sin embargo uno de los principales artífices de ese talante intelectual que, buscando liberar al hombre mediante la razón, se enfrentó a todas las ideas establecidas del Ancien Régime. Y ello lo hizo fundamentalmente a través de la que fue su principal herencia para la posteridad: la Enciclopedia, de la que fue editor, redactor (entre un amplísimo elenco que aglutinaba a toda la intelligentsia del momento) y principal responsable. Se trata de una obra que ha quedado en la historia como uno de los hitos del pensamiento libre, enfrentada a todos los poderes fácticos de la época por mostrarse crítica con cada uno de ellos. Entre los mismos, por supuesto, no podían quedar excluidos ni la religión ni la Iglesia (que no son lo mismo, por supuesto). Entre los enciclopedistas, algunos (pocos) se mostrarían como ateos confesos y sin ningún tipo de rubor, como el Barón d’Holbach; otros, como Rousseau, Voltaire o el propio Diderot, no pasarían de declararse deístas, tal vez desde la sinceridad o tal vez simplemente para evitar los serios problemas que podía conllevar la adopción pública de una postura más radical (existen fundadas razones para sospechar que se trataba más bien de lo segundo). Pero, en cualquier caso, todos fueron, desde el pensamiento libre y progresista que les caracterizaba, decididos antirreligiosos y anticlericales (que no es lo mismo, volvemos a recordar). Diderot prodigó en distintos lugares de su obra los ataques contra lo que él, junto con los demás ilustrados, consideraba uno de los más firmes baluartes de la irracionalidad contra la que combatía.
 
Así, en Pensées philosophiques, uno de sus primeros textos, encontramos un enfático ataque hacia la incoherencia entre el espíritu inquisitorial y la caridad teóricamente predicada por la doctrina cristiana:
¡Qué voces! ¡Qué gritos! ¡Qué gruñidos! ¿Quién ha encerrado en estas mazmorras todos estos miserables cadáveres? ¿Qué crímenes han cometido estas pobres criaturas? Algunas se golpean los pechos con piedras, otras desgarran su cuerpo con garfios de hierro; y todas tienen en sus ojos reproches, dolor y muerte. ¿Quién las ha condenado a estos tormentos? -Dios, al que han ofendido. -¿Quién es ese Dios? -El Dios de la Bondad y el Amor.
El mismo asunto en el artículo de la Enciclopedia «Teólogo», en un párrafo que sería mutilado por Le Breton, el librero responsable de la publicación de la obra, por temor a que ésta se viera perjudicada comercialmente:
Es una vergüenza que los filósofos deban estar a menudo en condiciones de dar a los teólogos lecciones de tolerancia y humanidad. Es una vergüenza que estos hombres, cuya ciencia está plagada de dificultades, misterios y cuestiones incomprensibles, y que reconocen que la gente no tiene fe en sus enseñanzas si no es por una especial gracia de Dios, hayan tenido que emplear el fuego y la espada, y seguirían empleándolos hoy si el soberano se lo permitiera.
Louis de Jaucourt, máximo responsable de la redacción de los últimos diez volúmenes (la mitad de su contenido, alrededor de 17.000 artículos él solito, a razón de 14 horas de trabajo al día durante una década, según testimonio del propio Diderot,… merece la pena reseñarlo), también se despacha a gusto en su artículo «Inquisición», sobre una institución aún vigente y en plena actividad en la Francia de la época (y en España, a la que se hace referencia en el texto):
Encargan de su ejecución a un sacerdote; a un monje que ha hecho voto de caridad y de mansedumbre, que hace sufrir al infeliz las más crueles torturas en mazmorras vastas y profundas. Hay también un teatro montado en una plaza pública, adonde llevan al condenado tras una procesión de monjes y otros clérigos para martirizarlo. Cantan, celebran misa y luego matan a los hombres. Un asiático llegado de su tierra a Madrid en una fecha en que tenga lugar una de estas ejecuciones, no podría saber si se trata de una diversión, una celebración religiosa, un sacrificio o una carnicería; y, sin embargo, es todo ello a la vez. Los reyes, cuya mera presencia basta para perdonar a un criminal, asisten a estos espectáculos desde un asiento más bajo que el del inquisidor, y observan cómo la víctima muere entre las llamas. A Moctezuma se le condenó por sacrificar prisioneros a sus dioses… ¿Qué habría dicho si hubiera visto alguna vez un auto-da-fé?
De nuevo en Pensées philosophiques, Diderot nos ofrece su narración como testigo de la representación llevada a cabo por unos milagreros de feria:
El faubourg reverbera con los gritos de los circunstantes: las cenizas de un hombre elegido producen milagros como los que realizaba el propio Jesucristo. La gente corre de acá para allá, y yo llego hasta aquí siguiendo al gentío. En el instante mismo de acercarme oigo gritar: «¡Milagro! ¡Milagro!» Me acerco, miro y veo a un pobre niño cojo que camina con ayuda de tres o cuatro almas caritativas que lo sostienen; y la gente observa boquiabierta y repite: «¡Milagro! ¡Milagro!» ¿Dónde está el milagro, imbéciles? ¿No os dais cuenta de que el pequeño estafador no ha hecho más que cambiar sus muletas por otras?
Obviamente, calificar la religión como «muleta» no podía ser bien recibido por ciertos individuos, así que no es de extrañar que esa obra y otras del mismo periodo pusieran a nuestro protagonista en el punto de mira de las autoridades (con encarcelamiento incluido) durante el resto de su trayectoria, lo que le obligaría a partir de ese momento a ser muy cuidadoso con sus palabras escritas, para eludir no sólo la censura sino incluso convertirse en una más de las víctimas de lo descrito arriba por Jaucourt.
 
Pero en una tensión constante entre el guardar las apariencias en beneficio de su propia seguridad y el sentimiento de obligación moral hacia determinadas ideas, el reflejo de éstas de manera tangencial era inevitable. Así, en un prospecto anunciador de la publicación del primer volumen de la Enciclopedia, se presentaba un cuadro clasificatorio de las diversas disciplinas de conocimiento en el que la teología aparecía como una rama de la filosofía, por lo tanto supeditada a ésta, o sea, a la razón, mientras que la escolástica había dedicado unos cuantos siglos al denodado esfuerzo de sostener precisamente lo contrario.
 
Otra referencia a la teología la encontramos cuando, en consonancia con una metáfora incluida en el artículo «Filósofo» de la Enciclopedia («El filósofo no actúa guiado por sus pasiones, sino después de reflexionar; viaja en la noche, pero lo precede una antorcha»), dice en otro de sus escritos:
Vagar de noche en un espeso bosque. Sólo tengo una luz para guiarme. Aparece un extraño y me dice: «Amigo…, deberías extinguir tu luz para encontrar el camino con más claridad.» Este extraño es un teólogo.
Tales manifestaciones no eran poca cosa, teniendo en cuenta que el enfrentamiento entre filosofía y teología, entre razón y fe, había de suponer un auténtico seísmo en la historia de las ideas que contribuiría a destruir los cimientos del establishment de la época.
 
Una declaración de principios indirecta se encuentra en el hecho de que en la Enciclopedia, que se presentaba como una obra de consulta y referencia que había de recoger todo conocimiento que mereciese la pena ser tenido en cuenta, no apareciese ni una sola entrada dedicada a un santo o a un Padre de la Iglesia.
 
Al resultar problemático denunciar de manera directa al catolicismo, Diderot había de emplear ingeniosos recursos para decir sin decir, como todo creador que a lo largo de la historia ha trabajado bajo condiciones de censura. Una de estas estratagemas era la de criticar en otras religiones lo que sin duda también había de ver en el propio catolicismo, como en estas palabras a propósito del judaísmo:
No será inútil advertir al lector de que uno no debe esperar encontrar entre los judíos ni precisión en sus ideas, ni exactitud en su razonamiento ni claridad en su estilo. […] En una palabra, nada de cuanto debe ser característico de una sólida doctrina filosófica.
Por el contrario, se hallará en ellos sólo una confusa mezcla de principios de razón y de revelación, una oscuridad afectada y a menudo impenetrable, principios que llevan al fanatismo, un ciego respeto por la autoridad de los doctos y la Antigüedad […]: en una
palabra, todos los defectos propios de una nación ignorante y supersticiosa.
Menos sutileza encontramos en el hecho de que, mediante su entonces novedosísimo sistema de referencias cruzadas (lo que hoy muchos entenderíais como «hiperenlaces»), la entrada de la Enciclopedia «Antropofagia» se cerrara con un «Véase: Eucaristía».
 
Quizás excesivo para el momento (e incluso para muchas almas actuales) hubiera sido la novela La religiosa, en la que una joven obligada a ingresar en un convento (lo cual era algo de lo más habitual en otros tiempos) se encuentra entre las paredes del sacrosanto recinto con un nido de «depravación» lésbica.
Este texto, hoy considerado un clásico de la literatura erótica, sería uno de tantos que Diderot redactaría, muy comprensiblemente, con la idea de no darlo a la publicación.
 
No ha de sorprender que en 1759 se oyesen estas palabras en el Parlamento de París en boca de uno de los detractores del proyecto enciclopedista:
La Sociedad, el Estado y la Religión se presentan ante este tribunal para exponer su caso. Sus derechos son violados, sus leyes ignoradas, la impiedad yergue bien alta su cabeza […] y la licenciosidad crece a diario. La humanidad se estremece, los ciudadanos se alarman, uno oye quejarse a los sacerdotes ante la perspectiva de tantos trabajos […] que demolerán los fundamentos de nuestra religión. […] Con gran pesar nos vemos forzados a concluir que existe un proyecto formado, una sociedad organizada, para propagar el materialismo, destruir la religión, inspirar un espíritu de independencia y alimentar la corrupción de la moral. […] La fe es inútil; la existencia de Dios, dudosa; la creación del mundo, algo no probado, el universo se formó espontáneamente, el Mesías fue un mero legislador, el progreso de la religión algo no natural. […] Las Escrituras son tratadas como ficción; los dogmas, ridiculizados; religión y fanatismo se consideran sinónimos, y la cristiandad no inspira otra cosa que una furia inconsciente por trabajar para la destrucción de la sociedad.
Dejamos al lector la tarea de reflexión acerca de los posibles paralelismos entre ciertas actitudes, ideas y palabras situadas en el siglo XVIII y lo que todavía podemos hallar en la actualidad.
Fuente:
Philipp Blom, Encyclopédie, Editorial Anagrama, Barcelona,
2007.